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El año del gallo

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Martina, Martina, Martina. Repito tu nombre todas las mañanas. Es un mantra que pone las cosas en su lugar: el agua hirviendo vuelve a ser agua hirviendo, la llama vuelve a ser llama, y la taza, taza. Martina, Martina, Martina. Sólo el bocinazo apagado del tren a veces se resiste a ser un mero ruido del tren. Martina, ¿dónde estás?


Yo, creo que mejor: me levanto a las seis y escribo por una hora, de corrido; apenas si desayuno algo muy liviano, un café, negro, sin nada. La alborada es el mejor momento para escribir; nadie me llama por teléfono ni hay nada en la tele para ver. Solamente molesta el ruido de mis pensamientos, pero los uso para escribir. Sin parar, frenéticamente, escribir toda la hora de corrido. A las siete me detengo, no importa a lo que haya llegado; salgo a correr, vuelvo, me ducho, desayuno como corresponde. El resto del día reviso los escritos, deambulo ida y vuelta entre la redacción y la editorial, me encuentro con Natalia, vamos al cine o a cenar, nos acostamos, prendemos cigarrilos, dormimos. Siempre así. Todos los días me levanto a las seis pero sin despertarla, porque ella no lo sabe: sólo escribo en la hora primera, sólo en la hora que te pertenece.


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